lunes, 11 de febrero de 2008

Por Dentro


Tengo que confesar que no siento culpa, no siento culpa para nada. Le clavé un cuchillo filoso en el medio del pecho unas incalculables veces, y lo volvería a hacer. Claro está que no demostré mi total satisfacción frente al jurado, aunque tampoco me preocupé demasiado por ocultar mi sonrisa, que a juzgar por la mirada de abogados, personas del tribunal, juez y público allí presentes, denotaba en un cien por ciento la tranquilidad en la que me encontraba. Tuve razones, las tuve, juro que las tuve para haber matado a puñaladas a ese cerdo mal parido. No es odio, sé que lo parece, pero en mis adentros se siente más como una decepción enorme, algo que me hizo decirle adiós a mi última oportunidad de enamorarme, no sólo porque sé que ahora iré a la cárcel y no veré la luz del sol en … ¿15 años como mínimo? Si no, porque él, él se llevó todo lo último de mí. Se lo llevó con su vida. Irónico, ¿No? …En definitiva, lo vi irse al momento en que yo misma le abría la puerta de salida. Sentí al principio de esa relación, que en lo más profundo de mi corazón, quedaban gotitas de aquel elixir que una vez un hombre me había dado de beber… Aquel mismísimo hombre que había dejado en mi vientre una niñita hermosa, Diana, la luz de mis días. Aquel mismísimo hombre que al poco tiempo de saber que habíamos engendrado vida, huyó despavorido, dejándome sola, enamorada y preñada. No quise que pasara de nuevo… No quise.



Esa mañana me levanté, como todos los días de mi patética vida, con el sonar del reloj despertador que me había regalado mi hermano para un cumpleaños. Sí… muy original no era, pero al menos era útil. Suelo llegar tarde, y por esto mismo ya me habían echado de dos trabajos. Así que ese despertador había venido como anillo al dedo. Fui a la vieja y destartalada cocina del departamento para prepararme un té, y así salir para el supermercado chino en el que trabajaba. Era un supermercadito chiquito, más que supermercado, era un autoservicio… “Oriente”, no era de los negocios más limpios del barrio, pero los chinos que eran dueños del lugar, se habían compadecido de mi situación de desempleo y me habían contratado como cajera. El sueldo era mínimo, pero me alcanzaba para cubrir mis gastos… Yo vivía sola, y el alquiler del departamento no era la gran cosa (el departamento tampoco). No consumía mucha comida, porque la mayor parte de mi vida me la pasé haciendo dietas (que nunca funcionaron), y no salía a bailar porque no tenía muchos amigos, y los poco que tenía estudiaban o salían con la gente de la facultad. Yo no estudiaba. Me hubiera gustado seguir Medicina, pero en mi casa nunca me incentivaron, y cuando terminé la escuela me encontré sin la confianza suficiente como para empezar algo. Sé que suena a excusa, pero si les parece que lo es tendrían que haber conocido a mi madre.
-Valeria, hacele caso a tu madre, yo sé lo que te digo… Lo tuyo no es el estudio. Sabés que el colegio siempre te costó. No te va a dar la cabeza para estudiar nada, y menos en una facultad pública, en la cual es tan difícil hoy en día conseguir un título. Y yo una privada no puedo pagarte, vos sabés que desde que el desgraciado de tu padre falleció, y le dejó la casa a la yegua de su otra hija, nosotros quedamos desamparados. Ustedes son cuatro, los tengo que cuidar y bien… ¡y cómo comen, mamma mía!…-.
Ahora que lo pienso, supongo que mamá tenía miedo de que fracasáramos. Aunque hubiera sido genial que nos dejara fracasar, si al fin y al cabo, nuestras vidas hasta ese entonces habían sido un fracaso… Pero no por culpa nuestra, si no de ellos. Mamá y papá se habían divorciado cuando nosotros éramos muy chiquitos, y a causa de esa separación estuvimos muchos años de acá para allá como paquetes. Hubo muchos problemas con las tenencias, y los hermanos estuvimos varios años viviendo separados: dos por un lado y dos por otro. A mí me tocó vivir con mi papá, en la peor época. Tenía doce años y comenzaba a “forjar” amistades. Y la palabra “forjar” está entre comillas porque debido a mi progenitor, los amigos jamás me duraron más de un par de meses. Los repetitivos cambios de escuela, las prohibiciones de salidas, los rotundos “NO” que escuchaba cada vez que preguntaba si alguien podía venir a casa, los gestos rudos cuando hablaba de algún chico… Pero llegamos a la cima de la frustración, cuando a mi padre le diagnosticaron un cáncer del cual según los médicos “no saldría vivo”. Efectivamente, la enfermedad lo mató, pero lo más patético de todo es que una semana antes de que él muriera, nos enteramos que tenía otra familia, con una hija de… ¡Cinco años! Me pregunté como fue que jamás nos habíamos enterado de nada… Entonces recordé que a veces papá solía no dormir en casa, argumentando que tenía doble turno en la fábrica. ¡Qué estúpida! ¡Como si mi padre fuera una persona a la que alguien pudiera hacerle trabajar 16 horas! Así que la casa en la que vivíamos fue a parar a esa “familia” (una joven de veinticinco años con su pequeña). Hasta lo que yo me enteré la vendieron, y junto al dinero que recaudaron vendiendo su propia casa, compraron una mucho más grande. Algunos tienen suerte. Tanta suerte que hasta una muerte los beneficia.
Pero no era nuestro caso. Si bien papá en vida nunca fue de gran ayuda, cuando murió, mi madre se quedó con todos los gastos sola. Papá era mal humorado, cruel, egoísta… Pero siempre estaba al día para pagar las cuotas del colegio, los libros que necesitábamos, la comida, las clases particulares de Matemáticas de Tomás (mi hermano mayor), nuestra ropa (que no era la de mejor calidad, pero teníamos lo suficiente). Hasta hace unos pocos años, me hacía bien pensar que esa era la forma que tenía papá para decirnos “Te Quiero”… Y digo hasta hace unos pocos años, porque tres años atrás, cuando entré a trabajar en una tienda de zapatos, conocí a Marta Luchel, que resultó ser la madre de la madre de mi “hermanastra”. Es decir, la abuela de la nena que se había quedado con la casa de mi padre, la que por Ley debería haber sido mía. Al enterarnos de nuestro “casi parentesco”, al contrario de lo que yo pensaba, Marta me tomó aprecio y frecuentábamos tener extensas charlas sobre ambas familias. Yo le contaba que mi mamá estaba histérica, y que aunque yo deseaba que encontrara un novio, sabía que nunca iba a suceder. Ella, me contaba lo que sabía de mi papá, que era dulce y cariñoso con su pequeña hija Mariela, o “Princesita Mari”, como acostumbraba a decirle él. Que aunque no la veía demasiado, cuando lo hacía la llevaba al parque, le hacía regalos, le contaba cuentos… Así que en ese momento, supe que papá sabía decir “Te Quiero” de otras maneras, lo cual no quería decir que las empleara con nosotros, sus otros cuatro hijos, los que había tenido con la “loca descerebrada”, como llamaba él a mamá. [...]
Nadia Scarafía
Novela qe empecé alguna vez, y jamás finalicé...

2 comentarios:

Mr. Z dijo...

cuantas ganas tuve de empezar una novela y terminarla... pero siempre la abandono al principio :(

Grupo AyA dijo...

Podria funcionar, me llevó hasta el final...